Reconocer el racismo es el primer paso para promover la justicia

Por Sylvia Siqueira

Un hombre afroamericano de Minneapolis profundizó la percepción del racismo como elemento de organización social a partir de la acción policial de Estados Unidos. Un niño negro de cinco años probó las múltiples capas de racismo entre la zona periférica y los rascacielos de Recife (capital de Pernambuco, un estado de Brasil) en medio de la pandemia. Una mujer negra, bisexual y periférica demostró que las urgencias de la vida en la base de la sociedad no están representadas en la toma de decisiones de la élite blanca y patriarcal que ha ocupado, durante siglos, los espacios de la política institucional.

George Floyd, Miguel Otávio y Marielle Franco son tres de las miles de pruebas del racismo sistémico de Norte a Sur en las Américas. La existencia del cuerpo negro no debe ser interrumpida. ¡Nuestro largo y firme grito se hace eco de un basta, y va despertando a la libertad en comunión! Pero hasta entonces, cada día, vivimos bajo el punto de mira de la bala, del plato vacío, de la falta de vacuna.

Veinte años después de la Declaración Durbin, la Organización de las Naciones Unidas lanza el informe «Agenda para el Cambio Transformador en favor de la Justicia e Igualdad Racial», un documento relativo al racismo sistémico y a las violaciones de los derechos humanos de los afrodescendientes en Brasil, Estados Unidos y otros países europeos y americanos. Dirigido por la Alta Comisionada Michele Bachelet, el informe refuerza cuestiones denunciadas por los movimientos negros durante décadas y (re)señala caminos.

La presunción de culpabilidad, el abandono y la criminalización de los niños negros, la guerra contra las drogas, las barreras en las políticas públicas de educación, salud y empleo, y la baja participación política son algunos de los factores que conforman el racismo. Además, la racialización de la pobreza y la falta de responsabilidad de las fuerzas de seguridad que cometieron las violaciones acaban retroalimentando la trivialización de la criminalización y la muerte de las personas negras.

Es necesario salir de la ceguera social que acomoda el racismo como expresión de un grupo social con ira, como si fuera un sentimiento. Mira la estructura del mercado laboral. ¿Quiénes están en los puestos de producción intelectual y con los salarios más altos? ¿A qué tipo de escuela van la mayoría de los negros? ¿Quién utiliza el transporte público? ¿Es seguro y cómodo para la población negra y periférica? ¿De dónde proceden los casi 120 millones de personas que viven en inseguridad alimentaria y nutricional en Brasil?

Si no somos capaces de reconocer que el racismo es un elemento estructurante de las relaciones sociales y, por tanto, determina quién vive, cómo y dónde vive, seguiremos permitiendo la violación sistémica contra la existencia digna y segura de la población negra. Este punto de inflexión está en los debates más acalorados, en las calles, en las redes y en las instituciones. Girar esta llave y reconocer que el racismo existe es esencial para promover la justicia social, ambiental y económica. Esta vuelta de llave refuerza los principios y las prácticas políticas de un Estado democrático. Y esto no es un asunto nuevo.

Estamos en pleno Decenio Internacional de los Afrodescendientes (2015 a 2024). Hace siete años, la ONU recomendó que los Estados miembros, el gobierno y la sociedad civil tomaran medidas efectivas para poner en marcha un conjunto de actividades con espíritu de reconocimiento, justicia y desarrollo. Pero parece que el mundo no entendió, o hizo oídos sordos al siglo XVII, y puso al frente de los países a políticos abiertamente fascistas, racistas, misóginos, impregnados de colonialismo y otras violencias. Brasil, el último país que puso fin a la esclavitud sobre el papel, es el mayor ejemplo de esta vuelta al pasado. Pues bien, lo que vivimos hoy es el reflejo de una abolición inacabada, que sobrevive en los delirios de la élite blanca impregnada en la vida brasileña, y de los que quieren parecerse a ella.

Reconocer que el racismo existe es el primer paso de una larga escalera hacia la reparación histórica. La única manera de desmantelar el racismo es entender que «nada sobre nosotros sin nosotros». La población negra debe estar en los procesos de decisión estructurales de la sociedad, desde las comunidades hasta la presidencia de la república.

Saber dónde aprieta el zapato es diferente a una empatía pasajera, o a una posición conveniente para el estatus y el poder. Es necesario rediseñar las políticas públicas a partir de datos desagregados y territorializados, con evidencias y vivencias. Así, las prioridades presupuestarias se invertirán y las prácticas democráticas serán más equitativas para reparar los daños simbólicos, materiales y físicos seculares. El desarrollo será responsable, equitativo y basado en el buen vivir, dejando atrás la explotación que busca exclusivamente aumentar la riqueza de unos pocos. La justicia aportará seguridad humana y será responsable con el medio ambiente. Así avanzaremos en la eficacia de las políticas que tocan la vida cotidiana común de las personas, desde la comida en el plato, pasando por la vacuna en el brazo, hasta la esperanza de un futuro digno.

Sylvia Siqueira es directora ejecutiva de Nuestra América Verde.

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